Una de las grandes sorpresas que nos deparó el 2011 en materia de poesía mexicana fue la aparición, largamente postergada y sin fecha anunciada de por medio, de la Poesíacompleta de Alfredo R. Placencia, compilada y prologada por Ernesto Flores en una impactante edición del Fondo de Cultura Económica.
Ciertamente sus muchas erratas no le hacen justicia a tan valiosa y monumental volumen (casi 650 páginas), pero la posibilidad de ver desplegada esta obra poética no tan vasta, pero profundamente comprometida con la fe y la lírica, bien vale el esfuerzo de acometer su lectura. El inmenso prólogo de Flores (142 pp.) no sólo sitúa al poeta en su dimensión humana, literaria y religiosa, sino que también lo sitúa en un tiempo tan complejo en el que vivió, atormentado por su situación personal, al mismo tiempo que trataba de cumplir con su tarea pastoral. Por fin es posible leer sus 10 poemarios y recibir este “testamento” de una de las mayores voces líricas que ha dado el cristianismo mexicano y latinoamericano.
Jalisciense (1875-1930) y, por tanto,
cristero, es decir, de formación religiosa muy tradicional, Placencia pertenece a la vieja tradición de poetas-sacerdotes quienes, gracias al tiempo con que cuentan pueden dedicarse a la escritura (cuando hay el don) sin descuidar sus ocupaciones parroquiales. Muchos de ellos quedan casi en el anonimato y sus textos son leídos únicamente por sus cofradías provincianas. Otros, como le sucedió a los Méndez Plancarte, Joaquín Antonio Peñalosa y Manuel Ponce, alcanzaron notoriedad por la calidad de su trabajo e incluso gran reconocimiento al ser publicados sus libros más allá de esos circuitos confesionales e incluidos en antologías importantes. Ponce ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua y su obra completa apareció bajo el sello de la Universidad Nacional (UNAM). Placencia está también al lado de poetas católicas como Guadalupe Amor y Concha Urquiza, de una hondura religiosa incuestionable y auténtica.
Placencia ha tenido una suerte muy escasa pues nunca ha dejado de ser un enigma para la crítica y el gran público que sólo tuvieron limitado acceso a esta poesía de tono religioso sin par gracias a los esfuerzos de la UNAM, que difundió en 1946 un volumen inconseguible recopilado por Alfonso Hermosillo, y en 1985 publicó un delgado cuaderno,
Otro Adán expulsado, compilado también por Ernesto Flores, quien resume así las dos caras de esta obra poética: “En todos los libros de Placencia se nos presentan dos caras en sus medios ambientes: Primero asistimos a los interiores eclesiásticos, en los que descubre los estofados, el crucifijo redivivo en comunicación con el poeta, la obsesión de la llaga, de los huesos descoyuntados, la tierna Guadalupana, los ángeles, la elevación, la comunión, párrocos, monaguillos, el sacristán, lámparas votivas, cirios, incienso, rezos, el Breviario, la doble sillería, el coro, el órgano... Algunos de estos elementos salen de la iglesia y se proyectan en el paisaje rural. La otra cara nos presenta lo mundano. Las mujeres de su vida sólo aparecen excepcionalmente en poemas donde se desdoblan las vivencias del poeta en figuras bíblicas: Adán y Eva, alguna versión muy libre del Cantar de los Cantares o en herméticas dedicatorias. Una de las excepciones: ‘Almas enfermas’, en su parte número seis. La tentación sale a flote en otros poemas: ‘no verán sus hermanos/los escotes impuros de las hijas del mal’” (
www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/alfredo-r-placencia-54.pdf).
Sus fieles seguidores, católicos la mayoría, nunca se olvidaron de él e insistieron siempre en que debía conocerse mejor su trabajo. En 1959 la Casa de la Cultura Jalisciense hizo lo propio, en edición de Luis Vázquez Correa. Jus, editorial católica durante una larga época, dio a conocer una muy breve
Antología en 1976, acompañada de unas palabras de Alejandro Avilés en la solapa.
El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, reeditó
El libro de Dios, (su primer volumen y uno de los tres que publicó en vida junto con
El paso del dolor y
Del cuartel y del claustro, aparecidos en Barcelona en 1924) con prólogo de Javier Sicilia, quien afirma: “…nos encontramos frente a un poeta que no hace concesiones cuando se trata de confesar. Su obra fue la confesión de su vida, y fue hecha minuto tras minuto como quien delante del momento supremo, con todo el dolor de su vida en el alma, hace un último examen de conciencia: confesó su dolor, su gozo, su miseria y su adhesión, y su palabra, como su vida, que para muchos fueron escándalo, se levanta ahora ante nosotros como el testimonio de la nobleza de un alma”.
En suma, que este recuento lo que quiere hacer es mostrar los avatares de una labor poética que comenzaron cuando el cura Placencia se ganó la animadversión de su obispo y, además de confinarlo en parroquias olvidadas de Jalisco, incluso lo envió al exilio en Estados Unidos y El Salvador para que, finalmente, muchos de sus manuscritos fueran quemados a su muerte.
Quien escribe estas líneas conoció el poema “Ciego Dios”, perteneciente a
El libro de Dios, en una brevísima antología de poesía mexicana escogida por José Emilio Pacheco, allá por 1983 (“Toda su obra… es como una violenta oración que interroga a Dios sobre el mal en el mundo”). El impacto fue demoledor: sus líneas intensas, que lo han colocado como quizá el mayor texto religioso del siglo XX, resonaron en el aire con toda su fuerza y esos primeros versos abatieron cualquier resistencia ante una experiencia presentida detrás de esas palabras aparentemente blasfemas: “Así te ves mejor, crucificado”. Los siguientes endecasílabos no amortiguaban el golpe, por el contrario, hicieron que la fe se sintiera estrujada por una perspectiva acaso únicamente comparable con la visión que San Juan de la Cruz plasmó en su famoso dibujo que siglos después Dalí hiciera tan famoso: “Bien quisieras herir, pero no puedes”. Un Dios quien, al momento de estar su Hijo en la cruz,
desea herir a quien lo mira resultaba impensable para ese diletante en las lides teológicas que se asomaba al mundo. “Dios nunca desea herir a nadie”: así se enseñaba la fe en ese entonces. Pero el poema continúa, girando la mirada hacia quien produjo la tragedia del Gólgota: “Quien acertó a ponerte en ese estado,/ no hizo cosa mejor. Que así te quedes”. El arsenal religioso recibido sucumbió a este primer cuarteto y sólo quedó a la espera del siguiente golpe.
Y llegó, en efecto: “Dices que quien tal hizo estaba ciego./ No lo digas; eso es un desatino./ ¿Cómo es que dio con el camino luego,/ si los ciegos no dan con el camino…?”. Encima de que cuestiona la perspectiva divina de que quien crucificó a Jesús no advierte lo que hace, el horizonte de Dios queda en entredicho y se le enmienda la plana en una oración desgarradora. El motivo bíblico de la ceguera es retomado con una “rudeza innecesaria” para un Dios todo amor que es capaz de mostrar el camino a quienes acabaron con la vida del Redentor.
“Convén mejor en que ni ciego era,/ ni fue la causa de tu afrenta suya”: no hay afrenta, ni pecado, dice el poema, al plantarse ante la cruz. Dios no aprecia las cosas con exactitud, pero eso tampoco merma el sentimiento espiritual que anuncia, aun antes de concluir. “¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!/ Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya”. Un Dios que no ve, que no advierte el tamaño de los sucesos, que está cegado por el amor con que viene en su Hijo a redimir al mundo. ¡Ésa es la confianza que se permite el poema! Dios deberá recapacitar y replantear lo que tan pomposamente llama la teología “historia de la salvación”. Ella misma está mediada, alterada por el amor que ha obnubilado al “autor y consumador de la fe”.
Por eso sigue y concluye: “¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,/ que me llamas, y corro y nunca llego…!”. El hablante poético se sabe
llamado, buscado, anhelado, por ese Dios que a tientas lo busca en el mar de la desesperación y la falta de cordura, dominado por el pecado, como se verá luego, pues la vida de Placencia transcurrió entre sucumbir a las tentaciones y tratar de salir de ellas: con una mujer, el padre de ella y un hijo a su lado como compañía permanente, pero para quien no fue otra cosa que su “padrino”.
“Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,/ ciégueme a mí también, quiero estar ciego”. ¿Ceguera para no ver el mundo y el pecado acaso y no caer ante él, en una visión dualista? ¿Ciego para, como el mismo Dios, practicar el amor sin condiciones y caer de bruces ante la gracia. Tal vez también exageremos en esta exégesis ajena a cualquier teoría, pero el sentido se vence y triunfa al mismo tiempo, pues el poema es, en acto,
una confesión y un auténtico programa espiritual. Nadie le habló así al Dios cristiano en México en todo el siglo XX…
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